El pasado 5 de noviembre se publicó en el Boletín Oficial del Estado una Orden mediante la cual se establecen una serie de criterios organizativos y procedimentales respecto de las actuaciones a llevar a cabo con relación a la desinformación, en el marco de lo ya establecido en esta materia por el Consejo de Seguridad Nacional.
La publicación de esta norma ha generado una reacción, a veces airada, a veces de preocupación, por parte de opinadores, algunas organizaciones periodísticas y partidos de la oposición, sobre la base de que, a su entender, esta norma ponía en peligro el pleno ejercicio de la libertad de prensa en España.
España tiene relevantes asignaturas pendientes en materia de libertad de expresión
Ante todo, es necesario felicitarse de que, finalmente, parte de los actores mencionados anteriormente muestren preocupación por la situación de la libertad de expresión en nuestro país y comuniquen abiertamente una preocupación legítima. Lo cierto es que, en todo caso, España tiene relevantes asignaturas pendientes en materia de libertad de expresión: la todavía no modificada “ley mordaza”, las excesivas y preocupantes previsiones del Código Penal en cuestiones tales como discurso del odio, terrorismo, ofensa de sentimientos religiosos, injurias y calumnias, protección privilegiada de ciertas instituciones del Estado, etc.
Estos problemas ya acuciantes nos han sido recordados por diversas instancias internacionales, entre ellas el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas (en el marco del reciente Examen Periódico Universal) o el más reciente informe de la Comisión Europea sobre el estado de derecho en la Unión. Curioso es también observar que buena parte de las mencionadas voces se han mantenido en cambio silenciosas o particularmente cautas en estos ámbitos.
La cuestión de las noticias falsas es sin duda un tema delicado. Y lo es porque, a diferencia de otros tipos de expresiones, como el discurso del odio o la propaganda para la guerra, la desinformación no es, en cuanto tal, un ejercicio ilegítimo o fuera de los límites de la libertad de expresión.
Según ha venido sosteniendo la Comisión Europea, el concepto de desinformación se refiere a aquellas expresiones que no pueden ser incluidas dentro de las categorías de discurso ilegal ya existentes (difamación, discurso del odio, incitación a la comisión de delitos), pero presentan sin embargo un potencial dañino para la sociedad.
Cierto es que nuestra Constitución se refiere en su artículo 20 al requerimiento de la veracidad de la información, pero dicho criterio alude más bien (y así lo ha dicho el Tribunal Constitucional) a la obligación de que medios y periodistas actúen con diligencia profesional en el ejercicio de tareas informativas. Asimismo, este requerimiento adquirirá relevancia solamente a los efectos de constatar una posible vulneración de derechos de terceros, particularmente en el caso de los atentados al derecho al honor o la intimidad.
Asimismo, los estándares internacionales establecidos por Naciones Unidas, el Consejo de Europa y UNESCO entre otros, consideran como contraria a la libertad de expresión cualquier medida estatal que consista en la prohibición o la punición de discursos descritos sobre la base de categorías generales y vagas tales como “noticias falsas” o “desinformación”. Y ello porque conceptos tan abiertos violarían la necesidad de certeza normativa y situarían en manos de las autoridades estatales (incluidos los jueces y tribunales) el poder discrecional de determinar cuándo algo es falso o verdadero.
Una solución basada en el poder de intervención y punitivo del Estado es además poco efectiva y peligrosa
Una solución basada en el poder de intervención y punitivo del Estado es además poco efectiva y peligrosa. Es poco efectiva porque es una respuesta que se produce a posteriori, cuando el mal ya ha sido hecho, y no tendrá en cuanto tal efecto reparador alguno. Y es potencialmente peligrosa en la medida en que puede tener un efecto intimidatorio (“chilling effect”, en la extendida terminología en inglés) entre quienes se plantean el ejercicio de actividades informativas con relación a asuntos sensibles o controvertidos, en los que una eventual acusación de falsedad total o parcial puede acabar con el informador en cuestión sancionado. Se acabaría promoviendo pues con ello la autocensura y la evitación de temas incómodos para quienes detentan el poder de castigar.
Dicho lo anterior, es innegable que la forma con la que la desinformación está poblando principalmente el mundo digital representa un problema grave, en la medida en que ataca el propio derecho a la libertad de información, el pluralismo y la libertad de los ciudadanos de formarse libremente sus propias opiniones. Sin embargo, como suele suceder, problemas complejos requieren también de soluciones que no sean excesivamente simplistas.
Aquí es donde entran en acción las recomendaciones hechas por organismos internacionales, así como las iniciativas específicas adoptadas en la materia por parte de la Comisión Europea, de las que las previsiones contenidas en la Orden antes referida son solamente una mera aplicación. El Plan de Acción contra la Desinformación de la Comisión Europea descarta cualquier intervención reguladora o restrictiva por parte de las autoridades competentes y en cambio enfatiza la necesidad de que por parte de los Estados se actúe en una serie de grandes ámbitos.
Esto incluye la movilización del sector privado y en particular las grandes plataformas online (dando lugar por ejemplo a la firma de Códigos de Conducta entre la Comisión y dichas compañías tecnológicas) y la concienciación social y promoción de la diversidad mediática. Asimismo, el Plan se refiere igualmente a la necesidad de que por parte de los Estados se mejore la “detección, análisis y denuncia de la desinformación”, así como la coordinación entre las autoridades de los distintos Estados miembros para facilitar una “cooperación reforzada” y “respuestas conjuntas”. Fruto precisamente de este Plan es la iniciativa de la propia Comisión llamada #EUvsDisInfo (la Unión Europea contra la desinformación), ejecutada desde el Servicio de Acción Exterior (y concretamente la llamada East Stratcom Force) que consiste precisamente en monitorear y denunciar intentos y campañas de desinformación provenientes de países terceros.
Soy consciente de que los opinadores y polemistas patrios (así como buena parte de los actores políticos) raramente abren el foco de la comprensión de su entorno más allá de lo que sucede dentro de nuestras fronteras, pero en todo caso resulta chocante que iniciativas como las mencionadas, puestas en marcha hace años, no suscitasen ruido o furia alguna en el equipo de predicadores habitual.
Está claro que el Gobierno no ha explicado bien el contenido de la Orden en cuestión, ni ha sabido enmarcarla en las medidas europeas de referencia, lo cual es preocupante. Dicho esto, hay que decir también que muchas de las críticas a la misma no están propiamente fundadas y alcanzan conclusiones equivocadas. Las acciones en materia de desinformación en las que se inscribe no tienen como finalidad imponer un relato o una versión de la verdad a la sociedad y a los medios.
Lo que la Orden hace es establecer los mecanismos con base a los cuales el Gobierno llevará a cabo sus compromisos en el marco de la Unión Europea en materia de detección y exposición de posibles campañas de desinformación provenientes de otros Estados, a los efectos particularmente de valorar hasta qué punto dichas campañas pueden incidir en el desarrollo de procesos o situaciones tales como elecciones, tensiones políticas u otros acontecimientos de relevancia pública.
Lo que se quiere identificar no es pues solo ni principalmente lo que se dice, sino las consecuencias que ello puede tener en ámbitos que van más allá de la libre expresión. No se altera pues ni en un milímetro la capacidad de los ciudadanos, periodistas y medios de comunicación para difundir ideas, opiniones o informaciones, en la medida en que no se prevé (ni existe en nuestro ordenamiento a fecha de hoy) la posibilidad de que la detección de desinformación dé lugar a la imposición de limites u obligaciones en el ámbito de la libre expresión. Tampoco requiere de la intervención de juez alguno, la cual por cierto parece haberse convertido para algunos en la panacea que puede blanquear y permitir cualquier intervención con relación a derechos fundamentales.
En cambio, si, tal y como se deslizó en alguna ocasión durante alguna de las ruedas de prensa uniformadas durante la pandemia, existiese una iniciativa legislativa orientada a criminalizar la difusión de “bulos”, entonces ya entraríamos en el terreno de lo inaceptable. Nótese en todo caso la diferencia: la iniciativa en cuestión se orientaría a castigar actos concretos de difusión de noticias falsas en nuestro territorio (lo cual es inaceptable en términos de libertad de expresión), mientras que el procedimiento en materia de desinformación se orienta a detectar y analizar los riesgos en materia de seguridad nacional que pueda generar una campaña orquestada desde países terceros con voluntad “agresiva”.
La Orden en cuestión ha suscitado pues un ruido forzado y poco fundamentado. Un ruido que quizá hubiese podido ser evitado con una mejor información y una mayor claridad en la redacción y calidad técnica de la norma en cuestión. Corremos el peligro en todo caso de perder tiempo y esfuerzos vitales para defender la libertad de expresión de los reales y urgentes peligros que la erosionan cada día en nuestro país.