El derecho a libertad de creación y producción artística reconocido en el artículo 20.1.b) CE es un derecho fundamental que, aunque intrínsecamente vinculado al derecho a la libertad de expresión, debe caracterizarse como un derecho fundamental autónomo tal como han reconocido el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo, aunque no sean numerosas las sentencias que aborden la protección reforzada que tal carácter propio debe comportar.
Ese contenido específico deriva de su ámbito de protección que se proyecta sobre el proceso de creación y posterior difusión de una obra original, como expresa el artículo 10 de la Ley de Propiedad Intelectual; creación artística que el Tribunal Constitucional calificó como una «transformación de la realidad para dar lugar a un universo de ficción nuevo» (ex STC 51/2008, de 14 de abril) y, por ello, el elemento creativo o ficcional (su carácter ficticio y su desconexión con la realidad, como se afirma en la citada STC 51/2008), son sus rasgos distintivos. Rasgos a los que se une la utilización de un código o lenguaje propio, el artístico. Y esta especificidad debe tenerse en cuenta cuando sea necesario ponderar qué derecho fundamental, en caso de entrar en conflicto, prevalece sobre el otro o cuál debe ser la extensión de sus eventuales límites.
Como ocurre con el resto de derechos fundamentales la libertad de creación artística no es absoluta, pero entre los límites a su ejercicio no se encuentran ni el buen gusto, ni la calidad de la obra o su elegancia ni –como tampoco para la libertad de expresión- el pretendido derecho de terceras personas a no sentirse ofendidas.
Resultan trasladables, por su cercanía, los estándares que rigen la protección del derecho a la libertad de expresión -perspectiva que es, por otra parte, la adoptada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) o por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al no preverse en sus respectivos Convenios una formulación concreta de este derecho- por lo que aquellas obras artísticas que resultan chocantes, transgresoras o, incluso, perturbadoras entran en el ámbito de protección del derecho. Como afirmó la CIDH en su sentencia de 5 de febrero de 2001 (Caso Olmedo y otros v. Chile, La última tentación de Cristo) «Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una ‘sociedad democrática’. Esto significa que toda formalidad, condición, restricción o sanción impuesta en la materia debe ser proporcionada al fin legítimo que se persigue». En resumen, límites establecidos legalmente, de formulación clara y precisa y que resulten proporcionados al interés legítimo o bien jurídico que pretende protegerse.
A partir de ahí, es preciso realizar una puntualización. La sentencia de la CIDH que se acaba de citar, referida a la película de Martin Scorsese, insta al Estado de Chile a modificar su legislación y a suprimir el sistema de censura previa, remarcando que la libertad de expresión no es válida únicamente para aquellas expresiones que nos resultan inocuas o indiferentes. Se trata, pues, de un caso de censura previa (pública) que ya prohíbe el artículo 20.2 CE.
Sin embargo, los hechos de los que se está haciendo eco la prensa en estos últimos días no constituyen, en realidad, un ejemplo de censura previa, sino una especie de censura privada o social. La censura previa que prohíbe la Constitución se refiere a aquellas actuaciones que limiten la elaboración o difusión de una obra mediante su sometimiento al escrutinio previo por parte del poder público y el otorgamiento de su placet: que la obra se acomode a determinados valores abstractos cuya concreción realiza el censor (STC 187/1999, FJ 5).
En cambio, las pintadas que han aparecido en los muros de la sala de exposiciones donde Abel Azcona inaugurará su próxima exposición (a quien ya se le archivó un procedimiento penal en relación con su obra Pederastia y la pretendida ofensa de los sentimientos religiosos); la interposición de una querella contra el director del Museo Reina Sofía por inaugurar la exposición La bondadosa crueldad de León Ferrari (de nuevo por la pretendida ofensa de sentimientos religiosos derivada de la banalización y/o sexualización de imaginería religiosa); o la retirada de contenidos en plataformas audiovisuales por su contenido racista (Disney recalificará películas como Dumbo o Peter Pan para que no sean accesibles al público infantil y hace apenas unos meses HBO retiró momentáneamente la película Lo que el viento se llevó para contextualizarla) no constituyen una manifestación de censura previa en los términos prohibidos por el artículo 20.2 CE.
Se trata, en realidad, de una censura social o privada; esto es, de la hiperreacción por parte de asociaciones privadas o de particulares ante contenidos artísticos que consideran ofensivos (por ejemplo, respecto de los sentimientos religiosos) o de la asunción, por parte de plataformas de contenido audiovisual, del papel de guardianas de lo políticamente correcto.
El efecto de esta censura privada o social puede llegar a ser muy pernicioso, generando un efecto de autocensura en los creadores (chilling effect) en perjuicio de la diversidad y del pluralismo propios de una sociedad democrática; en perjuicio del acceso por parte de todos a las más diversas formas de concebir el mundo y de expresar su complejidad.
*Marta Timón Herrero es jurista miembro de la PDLI
[Artículo originalmente publicado en el diario Público el 29/01/2021]